ConchesEl siglo xii constituye uno de los puntos de inflexión en la historia de la cultu-ra, pues, por un lado, vemos prolongarse los logros de la época carolingia y, por otro, asistimos a la ampliación de la imagen del mundo que conllevan las cruzadas, que ponen en contacto asiduo a Europa con las culturas bizantina y árabe. Se expanden los centros de traductores, especialmente en España (To-ledo y Barcelona) y en Italia (Sicilia, Nápoles y Bolonia). En conjunción con esta nueva realidad, continúan con vigor las escuelas fundadas en el siglo anterior, junto con las nuevas como Chartres, Notre-Dame, San Víctor y Santa Genoveva. En esta época se concentra una generación de intelectuales que articularán la producción de nuevos conocimientos: Guillermo de Conches, Honorio, Pedro Abelardo, Santa Hildegarda, Thierry de Chartres, Bernardo Silvestre, Juan de Salisbury, Alan de Lille, Gilberto Porretano y Pedro Lombardo, por solo nombrar algunos de los más significativos. Fue una época vivaz, efervescente, contra-dictoria y, consecuentemente, muy poco monótona.
En este escenario, asistimos, entonces, a un nuevo florecimiento de la cultura: se desarrolló una muy importante actividad de índole propiamente fi-losófica, especialmente en el marco de las escuelas de París, Chartres y Saint-Victor; en efecto, el encuentro de maestros y discípulos se da en este nuevo contexto institucional, suscitado también por el auge demográfico y la consecuente urbanización, que comenzó a consolidarse desde la segunda mi-tad del siglo anterior; buena parte de los conocimientos, que esta nueva época requería, se obtenían en las mencionadas escuelas. La afluencia de traduccio-nes del griego y del árabe conmocionó los estrechos márgenes en que se había desenvuelto la cultura latina hasta ese momento;1 fueron necesarios, por ello,
nuevos modelos de aprendizaje, es decir, un paulatino perfeccionamiento de los instrumentos intelectuales, bajo la forma de reunión de sentencias de los Santo Padres,2 y de temas que eran objeto de discusión académica (las famo-sas quaestiones), cuyo tratamiento se hizo sistemático, al ordenarse aquellos textos según una continuidad temática (de Deo, de mundo, de homine) y comentarios de textos sagrados y profanos.3 Esto condujo al redescubrimiento de la lógica, la cosmología, la antropología y la hermenéutica. En este marco de novedad institucional y metodológica resultó natural que los pensadores de la época se sintieran inclinados a interrogarse por la naturaleza de su actividad; ello implicó el esfuerzo por hacer propia la finalidad de su obrar, es decir, res-ponder a las preguntas ¿qué es la filosofía? y ¿cuál es el lugar del filósofo en este nuevo tiempo? Según Agustín de Hipona, quien seguía el Hortensius de Cicerón, la filosofía es el conocimiento de las cosas divinas y humanas y de sus causas; los filósofos medievales, siguiendo este camino, la consideraron un saber puesto al servicio del vivir bien, es decir, de la sabiduría. La comprensión de esta sapientia, sin embargo, ha cambiado respecto de la concepción greco-latina, pues se la considera tanto desde la perspectiva trascendente de Dios como de los hombres, hechos a imagen de su creador. La condena de san Pa-blo a la forma mundana de sabiduría continuaba repitiéndose, pero más como un tópico literario y erudito que como una convicción de orden espiritual; la lectura de los intelectuales del siglo xii deja el convencimiento, en todo caso, de que se trata de una polémica del pasado, nítidamente perteneciente al orbe de la patrística, que nada decía o sugería a su presente. De este modo,
siguieron la senda agustiniana, construida en la época de Casiciaco, que consi-dera a Platón y al Génesis en un mismo nivel.