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El viejo y el mar / The Old Man and the Sea

El viejo y el mar / The Old Man and the Sea


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El Veijo y el Mar --This text refers to an out of print or unavailable edition of this title.

About the Author

Ernest Hemingway, nacido en 1899 en Illinois, es una de las principales figuras de la mitología de la primera parte del siglo xx, no sólo gracias a su obra literaria sino también a la leyenda que se formó en torno a su azarosa vida y a su trágica muerte. Hombre aventurero y amante del riesgo, a los diecinueve años se enroló en la Primera Guerra Mundial como miembro de la Cruz Roja. Participó en la guerra civil española y otros conflictos bélicos en calidad de corresponsal. Estas experiencias, así como sus viajes por África, se reflejan en varias de sus obras. En la década de los años veinte se instaló en París, donde conoció los ambientes literarios de vanguardia. Más tarde vivió también en lugares retirados de Cuba o Estados Unidos, donde pudo no sólo escribir sino también dedicarse a una de sus grandes aficiones, un tema recurrente en su producción literaria: la pesca. En 1954 obtuvo el Premio Nobel. Siete años más tarde, sumido en una profunda depresión, se quitó la vida. Entre sus novelas destacan Adiós a las armas, Por quién doblan las campanas y Fiesta. A raíz de un encargo de la revista Life escribió El viejo y el mar, por la que recibió el Premio Pulitzer.

--This text refers to an out of print or unavailable edition of this title.

Excerpt. © Reprinted by permission. All rights reserved.

Era un viejo que pescaba solo en una barca en la corriente del Golfo y llevaba ochenta y cuatro días sin coger un pez. Durante los primeros cuarenta días había tenido consigo a un muchacho. Pero después de cuarenta días sin haber pescado, los padres del muchacho le habían dicho que el viejo estaba definitiva y rematadamente salao, que es la peor forma del infortunio, y por orden de sus padres el muchacho había salido en otro bote que en la primera semana cogió tres buenos peces. Entristecía al muchacho ver al viejo regresar todos los días con su barca vacía, y siempre se acercaba a ayudarle a cargar los rollos de sedal o el bichero y el arpón y la vela arrollada al mástil. La vela estaba remendada con sacos de harina y, arrollada, parecía la bandera de la derrota permanente.

El viejo era flaco y desgarbado, con arrugas profundas en la parte posterior del cuello. Sus mejillas mostraban las pardas manchas del benigno cáncer de piel que en el mar tropical produce el sol con sus reflejos. Estas manchas corrían por los lados de su cara hasta bastante abajo y sus manos tenían las profundas cicatrices que causa la manipulación de los cabos al faenar con peces grandes. Pero ninguna de estas cicatrices era reciente. Eran tan viejas como las erosiones de un árido desierto.

Todo en él era viejo, salvo sus ojos; y éstos tenían el color mismo del mar y eran alegres e invictos.

—Santiago—le dijo el muchacho mientras trepaban por la orilla desde donde quedaba varada la barca—. Yo podría volver a salir con usted. Hemos hecho algún dinero.

El viejo había enseñado al muchacho a pescar y el muchacho le tenía cariño.

—No—dijo el viejo—. Estás en un bote que tiene buena suerte. Sigue con ellos.

—Pero recuerde que una vez llevaba ochenta y siete días sin pescar nada y luego cogimos peces grandes todos los días durante tres semanas.

—Lo recuerdo —dijo el viejo—. Y sé que no me dejaste porque hubieses perdido la esperanza.

—Fue papá quien me obligó. Soy un chiquillo y tengo que obedecerle.

—Lo sé—dijo el viejo—. Es lo normal.

—Papá no tiene mucha fe.

—No. Pero nosotros sí,¿verdad?

—Sí—dijo el muchacho—.¿Me permite invitarle a una cerveza en la Terraza? Luego llevaremos las cosas a casa.

—¿Por qué no? —dijo el viejo—. Entre pescadores.

Se sentaron en la Terraza. Muchos de los pescadores se burlaban del viejo, pero él no se molestaba. Otros, entre los más viejos, lo miraban y se ponían tristes. Pero no lo mostraban y se referían cortésmente a la corriente y a las hondonadas donde habían tendido sus sedales, al continuo buen tiempo y a lo que habían visto. Los pescadores que aquel día habían tenido éxito habían llegado y habían limpiado sus agujas y las llevaban tendidas sobre dos tablas, con dos hombres tambaleándose al extremo de cada tabla, a la pescadería, donde esperaban a que el camión del hielo las llevara al mercado de La Habana. Los que habían pescado tiburones los habían llevado a la factoría de tiburones, al otro lado de la ensenada, donde los izaban en aparejos de polea, les sacaban los hígados, les cortaban las aletas y los desollaban y cortaban su carne en trozos para salarla.

Cuando el viento soplaba del este el hedor procedente de la fábrica de tiburones se extendía por todo el puerto, pero hoy no se notaba más que un débil tufo porque el viento había vuelto hacia el norte y luego había dejado de soplar y se estaba bien allí, al sol, en la Terraza.

—Santiago—dijo el muchacho.

—Qué—dijo el viejo. Con el vaso en la mano pensaba en las cosas de hacía muchos años.

—¿Puedo ir a buscarle sardinas para mañana?

—No. Ve a jugar al béisbol. Todavía puedo remar y Rogelio tirará la atarraya.

—Me gustaría ir. Si no puedo pescar con usted me gustaría serle útil de alguna manera.

—Me has invitado a una cerveza —dijo el viejo—. Ya eres un hombre.

—¿Qué edad tenía cuando me llevó por primera vez en un bote?

—Cinco años. Y por poco pierdes la vida cuando subí aquel pez demasiado vivo que estuvo a punto de destrozar el bote. ¿Te acuerdas?

—Recuerdo cómo brincaba y pegaba coletazos, y que el banco se rompía, y el ruido de los garrotazos. Recuerdo que usted me arrojó a la proa, donde estaban los sedales mojados y enrollados. Y que todo el bote temblaba, y el estrépito que usted armaba dándole garrotazos, como si talara un árbol, y el pegajoso olor a sangre que me envolvía.

—¿Lo recuerdas realmente o es que yo te lo he contado?

—Lo recuerdo todo, desde la primera vez que salimos juntos.

El viejo lo miró con sus afectuosos y confiados ojos quemados por el sol.

—Si fueras hijo mío, me arriesgaría a llevarte —dijo—. Pero tú eres de tu padre y de tu madre y estás en un bote que tiene suerte.

—¿Puedo ir a buscarle las sardinas? También sé dónde conseguir cuatro carnadas.

—Tengo las mías, que me han sobrado de hoy. Las puse en sal en la caja.

—Déjeme traerle cuatro cebos frescos.

—Uno—dijo el viejo. Su fe y su esperanza no le habían fallado nunca. Pero ahora empezaban a revigorizarse como cuando se levanta la brisa.

—Dos—dijo el muchacho.

—Dos—aceptó el viejo—.¿No los has robado?

—Lo hubiera hecho —dijo el muchacho—. Pero éstos los compré.

—Gracias—dijo el viejo. Era demasiado simple para preguntarse cuándo había alcanzado la humildad. Pero sabía que la había alcanzado y sabía que no era vergonzoso y que no comportaba pérdida del orgullo verdadero.

—Con esta brisa ligera, mañana va a hacer buen día —dijo.

—¿Adónde piensa ir? —le preguntó el muchacho.

—Saldré lejos para regresar cuando cambie el viento. Quiero estar fuera antes que sea de día.

—Voy a hacer que mi patrón salga lejos a faenar —dijo el muchacho—. Así si usted engancha algo realmente grande podremos ayudarle.

—A tu patrón no le gusta faenar demasiado lejos.

—No—dijo el muchacho—. Pero yo veré algo que él no podrá ver: un ave trabajando, por ejemplo. Así haré que salga siguiendo a los dorados.

—¿Tan mala tiene la vista?

—Está casi ciego.

—Es extraño—dijo el viejo—. Jamás ha ido a la pesca de tortugas. Eso es lo que mata los ojos.

—Pero usted ha ido a la pesca de tortugas durante varios años, por la costa de los Mosquitos, y tiene buena vista.

—Yo soy un viejo extraño.

—Pero ¿ahora se siente bastante fuerte como para un pez realmente grande?

—Creo que sí. Y hay muchos trucos.

—Vamos a llevar las cosas a casa —dijo el muchacho—. Luego cogeré la atarraya y me iré a buscar las sardinas.

Recogieron el aparejo del bote. El viejo se echó el mástil al hombro y el muchacho cargó la caja de madera de los rollos de sedal pardo de malla prieta, el bichero y el arpón con su mango. La caja de las carnadas estaba bajo la popa, junto a la porra que usaba para rematar a los peces grandes cuando los arrimaba al bote. Nadie seríacapaz de robarle nada al viejo, pero era mejor llevar a casa la vela y los sedales gruesos puesto que el rocío los dañaba, y aunque estaba seguro de que ninguno de la localidad le robaría nada, el viejo pensaba que el arpón y el bichero eran tentaciones y que no había por qué dejarlos en la barca.

Marcharon juntos camino arriba hasta la cabaña del viejo y entraron; la puerta estaba abierta. El viejo inclinó el mástil con su vela arrollada contra la pared y el muchacho puso la caja y el resto del aparejo junto a él. El mástil era casi tan largo como el cuarto único que formaba la choza. Ésta estaba hecha de recias pencas de la palma real que llaman guano, y había una cama, una mesa, una silla y un lugar en el piso de tierra para cocinar con carbón. En las paredes, de aplastadas y superpuestas hojas pardas de guano de resistente fibra había una imagen en colores del Sagrado Corazón de Jesús y otra de la Virgen del Cobre. Eran reliquias de su esposa. En otro tiempo había habido una desvaída foto de su esposa en la pared, pero la había quitado porque verla le hacía sentirse demasiado solo, y ahora estaba en el estante del rincón, bajo su camisa limpia.

—¿Qué tiene para comer? —preguntó el muchacho.

—Una cazuela de arroz amarillo con pescado. ¿Quieres un poco?

—No. Comeré en casa. ¿Quiere que le encienda la lumbre?

—No. Yo la encenderé luego. O quizá me coma el arroz frío.

—¿Puedo... --This text refers to an out of print or unavailable edition of this title.


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Product Details
  • ISBN-13: 9788489902510
  • Publisher: Sirpus Editorial
  • Binding: Paperback
  • Language: Spanish
  • Returnable: N
  • Width: 19 mm
  • ISBN-10: 8489902518
  • Publisher Date: 01 Oct 2003
  • Height: 248 mm
  • No of Pages: 133
  • Weight: 110 gr

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